lunes, 24 de mayo de 2010

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS de Antonio Muñoz Molina



Un día de finales de octubre de 1936 el arquitecto español Ignacio Abel llega a la estación de Pennsylvania, última etapa de un largo viaje desde que escapó de España, vía Francia, dejando atrás a su esposa e hijos, incomunicados tras uno de los múltiples frentes de un país ya quebrado por la guerra. Durante el viaje recuerda la historia de amor clandestino con la mujer de su vida y la crispación social y el desconcierto previo que precedieron al estallido del conflicto fraticida.

LEIDO por.... Andrés:

Me ha gustado todo lo que he leído de Muñoz Molina (Ardor guerrero, El dueño del secreto, El invierno en Lisboa y Sefarad) y tenía pendiente la lectura de El jinete Polaco, pero cuando apareció la reseña de este libro decidí no esperar y me lo compré.

Libro de prosa barroca, con frases largas, a veces larguísimas, y párrafos que abarcas algunas carillas, que obligan a una atención adicional para poder disfrutar de este subyugante libro.

Los pensamientos de Ignacio Abel durante su viaje hacia Rhineberg permiten al autor, en múltiples analepsis (flashback) intercaladas entre sí, realizar sucesivas aproximaciones a un mismo acontecimiento o suceso; la primera apenas un ligero esbozo de lo sucedido, para en las siguientes ir descubriendo más detalles de la verdad de los meses que abarca la novela, repitiendo pasajes de su vida, con nuevos aspectos y sucesos, que como si fueran brochazos sucesivos van dando nitidez a lo sucedido, y así transmitirnos, no solo los avatares de los protagonistas o la triste historia del profesor Rossman y de su hija, sino los tiempos patéticos y convulsos del Madrid a caballo de 1936.

Buena novela, que nos permite disfrutar durante muchas horas de pausada lectura, y que nos ofrece un realista vistazo a la vida del Madrid de la época, magnífico el relato del tránsito de Abel por Madrid la tarde y noche del 19 de julio, para cerrarla con una sutil venganza por la cobardía del protagonista.

Mi cachico:
“Ve lo que ellos no sabrán imaginar nunca: las caras grisáceas de los muertos en los descampados, en los desmontes de la Ciudad Universitaria, junto a las tapias del Museo de Ciencias Naturales, en la acera de la calle Príncipe de Vergara, junto al portal de su casas, bajo las mismas arboledas del Botánico en las que unos meses atrás se citaba con Judit Biely, en cualquier cuneta de las afueras de Madrid: los muertos tan diversos y tan singulares como los vivos, congelados en un gesto último como el que atrapa el fogonazo de una fotografía, y sin embargo poco a poco despojados de su individualidad, conservando tan sólo su condición genérica, viejos o jóvenes, hombres o mujeres, adultos o niños, gordos o flacos, oficinistas o burgueses o simples desgraciados, con zapatos o con alpargatas, con huecos de dientes perdidos o de dientes de oro arrancados por los ladrones que madrugaban para expoliar los cadáveres, algunos con las gafas todavía puestas, con las manos atadas o con las manos y los brazos abiertos y desconyuntados como los de un muñeco, con una colilla en la esquina de la boca, con un churro que algún bromista les había puesto entro los dientes, con el pelo erizado como por el pánico o en el desorden del que acaba de levantarse de la cama o con el pelo planchado de brillantina; muertos en pijama, muertos en camiseta, muertos con corbata y cuello duro, muertos con los párpados apretados o con los ojos abiertos, algunos con las mandíbulas distendidas como una carcajada, otros con una especie de sonrisa sonámbula, muertos caídos boca arriba o con la cara hincada en el suelo o echados a un lado y con las piernas encogidas, con un solo agujero en la nuca o con el tórax abierto por los disparos, muertos caídos en un charco de sangre o tan limpiamente como si un rayo o un ataque al corazón los hubiera fulminado, muertos con los vientres tan hinchados como los cadáveres de burros o de mulos, muertos solos o amontonados los unos sobre los otros, muertos irreprochablemente limpios o con los pantalones manchados de orines y de mierda y con vómitos secos sobre las camisas, todos iguales entre sí tan sólo en la grisura opaca de la piel: muertos desconocidos, fotografiados de frente y de perfil, clasificados en los registros de la Dirección General de Seguridad, donde un fotógrafo y su ayudante llegaban cada tarde para pegar en las grandes hojas de cartulina las fotos recién reveladas, las que habían tomado desde el amanecer por los descampados de Madrid.”

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