lunes, 8 de noviembre de 2010

SANTA EVITA de Tomás Eloy Martínez

Edicion, 1995
Editorial: Círculo de lectores
Páginas: 359

Esta novela de Tomás Eloy Martínez se publicó en 1995.

Diosa, reina, señora, madre, benefactora, árbitro de la moda y modelo nacional de comportamiento. Santa Evita para unos y para otros una analfabeta resentida, trepadora, loca y ordinaria, presidenta de una dictadura de mendigos.

El protagonista de esta novela es el cuerpo de Eva Duarte de Perón, una belleza en vida y una hermosura etérea de 1,25 m después del trabajo del embalsamador español Pedro Ara. Un cuerpo del que se hicieron varias copias y que, en su enloquecedor viaje por el mundo durante veintiséis años, trastorna a cuantos se le acercan y se confunde con un pueblo a la deriva que no ha perdido la esperanza de su regreso.

Carlos Fuentes ha dicho: “Alucinante novela gótica, perversa historia de amor, impresionante cuento de terror, alucinante, perversa, impresionante historia nacional à rebours Santa Evita es todo eso y algo más” (artículo completo aquí), y Gabriel García Márquez: “Aquí está, por fin, la novela que siempre quise leer

LEIDO por.... Andrés:

Está novela la había visto recomendada como una de las mejores publicadas en español en los últimos 25 años, y como había leído El vuelo de la reina, del mismo autor, y me había gustado, me pareció que no me la podía perder, y acerté plenamente.

Cada capítulo lo inicia con una cita de un discurso de Eva Perón, y el cuarto lo inicia con una cita de Oscar Wilde “El único deber que tenemos con la historia, es reescribirla”, que es una declaración de intenciones del autor.

Con una prosa llena de bellas imágenes, fácil de leer, nos relata, entrelazadas, tres historias:
  • Las vicisitudes del cadáver de Eva Perón, de sus copias y de cuantos se cruzan en su camino, incluido el autor.
  • La vida de Eva Perón y
  • Las gestiones del propio autor, en la búsqueda de información para escribir las anteriores historias.
Se trata de una novela soberbia, sin duda. En una sucesión de secuencias entrelazadas, con continuos saltos en el tiempo, que el autor resuelve magistralmente, seguimos las tres historias mencionadas, atrapados en esta alucinante novela. Una maravilla, de las novelas que no hay que perderse.

Como nos cuenta el autor, afectado por la maldición del cadáver, : “Hubo un momento en que me dije: Si no la escribo, voy a asfixiarme. Si no trato de conocerla escribiéndola, jamás voy a conocerme yo. En la soledad de Highland Park, me senté y anoté estas palabras: «Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir» [frase con que inicia la novela]. Era una tarde impasible de otoño, el buen tiempo cantaba desafinando, la vida no se detenía a mirarme.

Mi cachico:

–Entiendo –dije, aunque no me importaba entender. Implacable, insistí: Cuando usted volvió, la caja ya no estaba.
–Se la habían llevado. No sabe cómo me puse cuando me enteré. Nunca le perdoné a papi que no me hubiera llamado para despedirme de mi Pupé. Caí otra vez enferma, creo que hasta se me pasó por la cabeza el deseo de que papi se muriera, pobre, y yo me quedara sola en el mundo inspirando lástima.
–Era el fin –dije. No se lo dije a Ella sino a mí mismo. Deseaba que las últimas escorias del pasado se borraran y aquello fuera en verdad el fin.
–El fin –aceptó Yolanda–. Yo quise a esa muñeca como sólo se puede querer a una persona.
–Era una persona –le dije.
–¿Quién? –preguntó ella, distraída, con el cigarrillo en los labios.
–Su Pupé. No era una muñeca. Era una mujer embalsamada.
Se echó a reír. Aún le quedaba un rescoldo de lágrimas: lo apagó con el agua de una risa franca, desafiante.
–Qué sabe usted –dijo–. No la vio nunca. Vino acá perdido esta mañana, a ver qué averiguaba.
–Sabía que el cadáver había estado en el Rialto dije–. No sabía por cuánto tiempo. Tampoco se me pasó por la cabeza que usted lo había visto.
–Un cadáver –dijo ella. Repitió: –Un cadáver. Lo único que faltaba. Váyase. Le abrí la puerta por curiosidad. Ahora déjeme en paz.
–Piense –le dije–. Usted ha visto las fotografías. Haga memoria. Piense.
No sé por qué insistí. Quizá lo hice por el impuro, malsano deseo de aniquilar a Yolanda. Ella era un personaje que ya había dado todo lo que podía dar a esta historia.
–¿Qué fotos? –dijo–. Váyase.
–Las del cuerpo de Evita. Salieron en todos los diarios, acuérdese. Salieron cuando el cuerpo le fue devuelto a Perón en 1971. Haga memoria. El cuerpo estaba embalsamado.
–No sé de qué me habla –dijo ella. Me pareció que lo sabía pero que se negaba a que la verdad entrara en su conciencia y la hiciera pedazos.
–Su Pupé era Evita –le dije, con saña–. Eva Perón. Usted misma se dio cuenta del parecido.
En noviembre de 1955 secuestraron el cuerpo de la CGT y lo escondieron en el Rialto.
Se adelantó hacia mí con las manos extendidas, apartándome. La voz con la que habló era estridente y aguda como la de un pájaro:
–Ya me ha oído. Váyase. ¿Qué le hice yo para que me diga lo que me dice? ¿Cómo se le ocurre que mi muñeca era una muerta? ¡Papi! –llamó–. ¡Vení en seguida, papi!
Antes había creído estar en ningún lugar. Ahora me sentía fuera del tiempo. Vi aparecer al marido en el filo de la puerta que daba al otro cuarto. Era un hombre macizo, de pelo duro y enhiesto.
–¿Qué le hizo? –me dijo, mientras abrazaba a Yolanda. No había rencor en su voz: sólo sorpresa.
–Nada –contesté, como un idiota–. No le hice nada. Sólo le vine a hablar de su Pupé.
Yolanda rompió a llorar otra vez. Esta vez el llanto desbordaba su cuerpo y henchía el aire, denso, salado, como el vapor del mar.
–Decíle que se vaya, papi. No me hizo nada. Me asustó. Está mal de la cabeza.
El marido me clavó los mansos ojos oscuros. Abrí la puerta y salí al enorme sol del mediodía, sin arrepentimiento ni lástima.

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