miércoles, 20 de julio de 2011

PIEDAD de Miguel Mena

Edición, 2009
Editorial: Xordica
Páginas: 171

Desde la experiencia propia, en notas breves, muy cargadas de piedad hacia mucha gente que sufre y hacia sí mismo, Miguel Mena recoge la extrañeza, el estupor, el límite de lo humano, casos que conoció como periodista.

Este libro según el propio Mena es "de esperanza" y también "de dolor". Por sus páginas pasan historias como la de Garrido, el montañero que, tras varios meses de proeza en solitario, ve cómo los terroristas matan a sus padres y a un hermano; la madre con Alzeimer que aún no olvida cuando murió un hijo suyo hace 60 años suplicándole en vano el agua que le había prohibido el médico; la toma de TV desde el helicóptero del ciclista escapado, al que el pelotón rebasa poco antes de la meta; la muerte de Manolo Fernández, de los Bravos, tras el éxito del grupo; el líder sindical el 1° de mayo comprando en la gran superficie que hace años logró que cerrara; el ascenso y la lesión de César, el canterano...

Piedad es un libro de recuerdos, de paradojas, de estados de ánimo. Un libro de historias mínimas, de fotos al instante, de chispazos.
Piedad habla del dolor, de la esperanza, de la familia, de los amigos, de las ausencias, de la muerte, de la compasión por los demás y por uno mismo.
Piedad es un libro de sueños, de insomnios, de cansancios. Un libro de silencios, de gestos, de gritos.
Piedad habla de admiración, de incomprensión, de luchas, de derrotas, de anhelos, de resistencias.
Piedad es un libro de relatos que no se atrevieron a ser poemas.
Piedad es un desahogo.
Piedad es un libro de memorias.

LEIDO por.... Andrés:

DE RAÍZ
Cuando me dijeron que mi hijo no podría hablar nunca, que tenía un cromosoma atravesado y una nube oscurecía la zona del cerebro donde se amasa el pensamiento y se tejen las palabras, lo primero que recordé fue que había planeado aprender con él los nombres de los árboles

Leí la reseña que Rosa Montero, De entre los vivos se llama ésta, sobre este libro y pensé que no me lo podía perder. Buscando en el ordenador me encontré que ya había leído, y olvidado como casi todos, su libro Bendita calamidad.

Empecé a leerlo después de comer, cuando el sueño interrumpe mis sudokus y mis lecturas, pero esta vez no pudo con mi interés por este libro. Lo leí sin parar, releyendo alguno de los relatos a mi mujer, para que compartiera conmigo los sentimientos que me había inducido su lectura (Ella ya ha leído, también, el libro).

Relatos agridulces, tan cortos, algunos de apenas dos o tres líneas, que caben tres en la reseña de Rosa Montero y que cuando los terminas, te quedas parado, en silencio, dejando que el aturdimiento y las sensaciones se apacigüen. Relatos acompañados por fotografías del autor, siempre sugerentes, que hacen la lectura más intensa.
Fotografía del autor tomada en La Orotava (Tenerife)
Gracias a Rosa Montero, por traer este libro a mi lista, aunque sea dos años después de su publicación. (Tengo un libro suyo pendiente, de titulo con connotaciones futuristas y que pronto encontraré hueco para leer. Su Historia del rey transparente me gustó mucho)

En una escritura ten seria, poco lugar para el humor, que cuando aparece tiene tintes negros: “Es tan bajito que en su cuerpo sólo cabe una enfermedad de seis letras. Cáncer

Mi cachico:

Me ha costado más que otras veces el seleccionar que traer a esta sección. He desechado los tres que aparecen en la reseña, para que se pueda leer otro más. Hay muchos igual de buenos y que preferirán otros lectores:

Aunque la vida le empujó a trabajar desde muy joven, y apenas le quedaba tiempo para nada, mantuvo siempre su afición por la lectura. Poco a poco llenó las estanterías de casa con los libros que compraba. Libros de siempre. Libros baratos. Las colecciones que anunciaban por televisión; los que se vendían acompañando al periódico. Aunque no dispusiera de tiempo para tantos, en sus cálculos entraba disfrutar a fondo de su biblioteca a partir de la jubilación. Cada mirada a la estantería era el anuncio de un futuro con muchas horas de apasionada lectura. Pero el azúcar por aquí y la tensión por allá hicieron mella en sus ojos y, cuando llegó el tiempo de gozar con aquel tesoro, necesitaba una lupa para avanzar por aquellos renglones de letras minúsculas. Sólo quería ser lector, pero tuvo que convertirse en detective para seguir las huellas de unas historias que se desvanecían ante su mirada imprecisa. Y cuando ya ni con los cristales de aumento fue posible, se quedó sentado en su penumbra, frente a decenas de lomos de libros por abrir, como un capitán al que le hubieran robado su barco y lo viera desaparecer entre la neblina

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