miércoles, 14 de diciembre de 2011

EL LÁPIZ DEL CARPINTERO de Manuel Rivas

Edición, 2008
Editorial: Alfaguara
Páginas: 184
Esta novela de Manuel Rivas se publicó en 1998 y obtuvo el Premio de la Crítica española.

En la cárcel de Santiago de Compostela, en el verano de 1936, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero. Los rostros de los profetas y de los ancianos de la Orquesta del Apocalipsis son los de sus compañeros republicanos de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa fascinado… La historia de ese lápiz, conductor de memorias, portador de almas, continuará hasta nuestros días.
Después de «La lengua de las mariposas», Manuel Rivas retoma el hilo de la tragedia española, la guerra que estremeció al mundo y marcó la historia del siglo xx. Pero El lápiz del carpintero no es una historia más sobre la guerra. Trata de la vida de los hombres y las mujeres en el lado más salvaje de la historia. Trata de la fuerza del amor ocupando el hueco abismal de la desesperanza.

Con el lápiz del carpintero, con las manos de las lavanderas, con el dolor fantasma de los amputados, con la belleza tísica de los enfermos… va tejiéndose la red de la realidad inteligente. Aquí el lenguaje se confunde con el aliento de la vida, con el código morse de las vísceras. Una novela escrita desde hoy y para siempre.

LEIDO por.... Andrés:

De Rivas había leído Los libros arden mal y eso me animo en su día a regalar este libro. Por fin, ahora, cuando me he alojado en casa del destinatario del regalo, he podido leerlo.

Decir de entrada que regalé un buen libro y que he disfrutado leyéndolo.

Con una escritura fácil, párrafos cortos, casi telegráficos, se lee muy bien esta dura historia con final feliz.


Los diálogos, escuetos y sencillos:
Tengo entendido que es un buen predicador.
Como una mecha prendida, sargento.
Pues adelante.


Repito, me ha gustado mucho.

Mi cachico:

Con la mente en su mano, dejó de sentir miedo. El trazo seguía la línea de la angustia, del pasmo, del delirio. La mano paseaba en espiral enfebrecida entre los muros. El pintor volvió en sí por un instante y miró el reloj. Pasaba ya un tiempo de la hora acordada para su marcha. Caía la noche. Recogió el cuaderno y fue hacia la portería. El cerrojo estaba echado con un enorme candado. Y allí no había nadie. El pintor llamó al celador, primero en bajo, luego a voces. Escuchó los toques del reloj de la iglesia. Daban las nueve. Se había retrasado media hora, no era tanto tiempo. ¿Y si se habían olvidado de él? En el jardín, un loco permanecía abrazado al tronco de un boj. El pintor pensó que el boj tenía, por lo menos, doscientos años, y que aquel hombre buscaba algo firme.

Pasaron los minutos y el pintor se vio a sí mismo gritando con angustia, y el interno amarrado al boj lo miró con compasión solidaria.

Y entonces llegó un hombre sonriente, joven pero trajeado, que le preguntó qué le pasaba. Y el pintor le dijo que era pintor, que había ido allí con permiso para retratar a los enfermos y que se había despistado con la hora. Y aquel joven trajeado le dijo muy serio: Eso mismo me ha pasado a mí.

Añadió:

Y llevo aquí encerrado dos años.

El pintor pudo ver sus propios ojos. Un blanco de nieve con un lobo solitario en el horizonte.

¡Pero yo no estoy loco!

Eso mismo fue lo que yo dije.

Y como lo vio al borde del pánico, sonrió y se delató: Es una broma. Soy médico. Tranquilo, que ahora salimos.

Así había conocido el pintor al doctor Da Barca. Fue el comienzo de una gran amistad.

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