sábado, 4 de febrero de 2012

COCUYO de Severo Sarduy

1ª Edición: 1990
Editorial: Tusquet
Páginas: 209

Esta novela de Severo Sarduy se publicó en 1990.

Si el lector se preguntara sin inhibiciones si en alguna ocasión sintió, por ejemplo, el oculto deseo de liquidar a toda su familia con matarratas, de simular ante posibles «inquisidores» una incurable catalepsia, de querer ser otro a toda costa, o de prendarse de una niña con visos de hada olorosa ; si recordara sin trabas cuándo y cómo fumó su primer cigarro, asistió a una sesión de magia, descubrió que la niña no era un ángel sino el signo de algo profundamente perturbador, se emborrachó, visitó los primeros burdeles  —que finalmente tanto se parecen al mundo exterior, «normal»— y buscó bondad y consuelo allí donde menos podía encontrarlos, entonces el lector comprenderá la verdadera naturaleza de este sinuoso recorrido iniciático de Cocuyo —niño precoz, cabezón, perverso y fisgón— y será Cocuyo en toda su exuberante vitalidad, a veces grotesca y risible, otras casi demoníaca, otras pícara y tierna, otras simplemente miserable.

Cocuyo fue la última novela de Sarduy publicada en vida. En ella se relata la historia de Cocuyo, personaje poco agraciado físicamente y de evidente ambigüedad sexual que, al sentirse rechazado por su familia, decide envenenarla en medio de un ciclón. Para no ser descubierto, ingiere una pequeña dosis de una pócima y simula ser una víctima más del crimen. A partir de aquí comienza un verdadero camino iniciático que marcará las experiencias vitales del protagonista en un mundo mágico-simbólico muy característico de la cultura cubana, en el que el lenguaje asume también un papel primordial.

LEIDO por.... Andrés:

Atacamos la primera de las novelas mencionadas en el artículo, ya comentado, titulado Sátira híbrida y sujeto menipeo: la literatura cubana y latinoamericana actual.


La Jungla (1943) de Wilfredo Lam (1902-1982)
Aguada sobre papel montado sobre lienzo
239,4 x 229,9 cm
Museum of Modern Art, de Nueva York.

Cuando empecé a leerlo, quedé sorprendido de su prosa, parecía música, extraña, pero música. Me pareció una prosa muy atractiva; a pesar de la multitud de palabras que desconocía, me enganché vorazmente a su lectura. La forma de narrar me pareció distinta, original, bella. Para mi es un libro extraordinario.

Sus imágenes y descripciones son, la mayoría de las  veces, sorprendentes:
  • Es como si viviera en pareja consigo mismo.
  • Los zapatos son de su misma piel
  • untuosidad obispal en los ademanes
  • Sentía como una evidencia que su cuerpo era una demasía, un exceso inútil
  • Comprendió entonces que esperaba a alguien, aunque sabía con certeza que nadie iba a llegar
  • Quedó con sus tacones altos y una faja de ballenas brillantes cuyas varillas la modelaban y contenían; una Venus presta a estallar de abundancia o de excesiva felicidad.
  • Parecía escuchar un caracol.
  • el pecho es bien flacucho: un ideograma de huesos
Si decíamos  en el libro anterior que   el oxímoron genera una intensa actividad en el área frontal izquierda del cerebro, con el texto que sigue debe parecer una montaña rusa:
Junto a él se encontraba un ser extraño, entre la infancia senecta y la decrepitud estirada, quizás una niña con el rostro apergaminado por las arrugas prematuras, o una provecta con la piel encerada, o embadurnada de cascarilla.

El bacín se hace añicos y queda pulverizado en más trizas de loza que 
las que contiene un autorretrato de Julian Schnabel

La historia, narrada desde la distancia, es subrrealista, con un arranque ilusionante, pero al final decae, hasta acabar de una manera que te deja frío, con la sensación de que encontrar un final acorde con la historia era demasiado difícil. Quizá esto es lo que me ha dejado la sensación de que, dentro de su bondad, no es un libro redondo. He disfrutado leyéndolo, pero, ya digo, me ha parecido que tenía un pobre final. Lo engrandece su prosa.

A pesar de todo, uno se queda con las ganas de seguir leyendo, pero quizá sea, como dice Ricardo Piglia en Babelia en su artículo ¿Qué gato?:  «Cuando decimos que no podemos dejar de leer una novela es porque queremos seguir escuchando la voz que narra»
Mi cachico:

Cuando tomaba el primer sorbo salado, se concentraba entonces el gourmet, más que en lal langosta con ajillo, o en el lechoncito asado con hojas de guayaba y nadando en casabe, en el escote generosamente abierto de la joven camarera zerlinesca que desde sus comienzos y con carcajadas zalameras lo atendía y fingía comprender sus acertijos etílicos -para ella escabrosas alusiones a su busto y postrero.

En el fondo del escote, entre dos esferas nacientes, nacaradas y túrgidas, con reflejos azulosos a la Rubens, se adivinaban los encajes diminutos y ligeros del ajustador. El obeso trataba de respirar hondo, cuando la camarera se acercaba para servirlo, el aroma, que presentía ambarino y almizclado, de los senos, pero se lo impedía, con su tufo insistente, la salsa anaranjada del camarón

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