martes, 18 de enero de 2011

LA GUERRA DEL FIN DEL MUNDO de Mario Vargas Llosa

Edicion, marzo de 1982
Editorial: Plaza&Janés
Páginas: 427

Esta novela de Mario Vargas Llosa se publicó en 1971.

A finales del siglo XIX, en las tierras paupérrimas del noreste del Brasil, el chispazo de las arengas del Consejero, personaje mesiánico y enigmático, prenderá la insurrección de los desheredados. En circunstancias extremas como aquéllas, la consecución de la dignidad vital sólo podrá venir de la exaltación religiosa -el convencimiento fanático de la elección divina de los marginados del mundo- y del quebranto radical de las reglas que rigen el mundo de los poderosos.

Así, grupos de miserables acudirán a la llamada de la revolución de Canudos, la ciudad donde se asentará esta comunidad de personajes que difícilmente desaparecerán de la imaginación del lector: el Beatito, el León de Natuba, María Quadrado... Frente a todos ellos, una trama político-militar se articula para detener con toda su fuerza el movimiento que amenaza con expandirse.

LEIDO por.... Andrés:

¡Como nadie me había dicho que esta novela es de las imprescindibles!

Otra de mis adquisiciones del último mercadillo de Ozanam, esta novela de Mario Vargas Llosa, calificada por algunos como una de las mejores y publicada por primera vez en 1981

El libro comienza presentándonos a El Consejero: “
El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil”, protagonista de la historia y singular personaje que encabeza una rebelión contra el sistema métrico decimal, el censo y la república, al que acompañan otros aún más curiosos, propios de la realidad mágica, como León de Natuba, nacido “con las piernas muy cortas y la cabeza enorme” y con “una inteligencia penetrante” ; Beatito, “que salía de las prédicas con la mirada desasida del contorno y como purificado de escorias” ; María Cuadrado, peregrina que “había sido violada cuatro veces desde que comenzó su recorrido”; Galileo Gall, frenólogo e idealista revolucionario, que durante 10 años permaneció célibe por una promesa compartida con un sádico al que pretendía ayudar.

Caricatura de la prensa de la época representando al Conselheiro con un séquito armado, tratando de "parar a la República".

Nos narra, como el autor sabe hacer, varias historias que se entremezclan, de forma que nos cuenta la historia de personajes que ya conocemos o acontecimientos con un pequeño desajuste temporal, pero sin conseguir que nos perdamos, de tan bien que están contados. La forma en narra los acontecimientos bélicos es asombrosa. La épica resistencia de los Canudos nos sobrecoge por la forma en que está narrada y, sin querer, nos vemos inmersos en su titánica defensa, angustiados por su heroica y atroz lucha.
  • Pero a una de ellas, que estaba embarazada, dos cafusos que habían pertenecido a la banda de José Venancio y que estaban desconsolados con su muerte, la atraparon en las afueras, le abrieron el vientre a tajos de machete, le arrancaron el feto y pusieron en su lugar un gallo vivo, convencidos de que así prestaban un servicio a su jefe en el otro mundo
  • Cuando Rufino entra a la casa, la violencia del espectáculo lo aturde. Hay soldados agonizantes en el suelo, sobre los que se encarnizan racimos de hombres y mujeres que esgrimen cuchillos, palos, piedras; los golpean y hieren sin misericordia, ayudados por los que siguen invadiendo el lugar. Las mujeres, cuatro o c inco, son las que chillan y también ellas quitan los uniformes a jalones a sus víctimas para, muertos o moribundos, afrentarlos en su hombría. Hay sangre, pestilencia y, en el suelo, unos boquetes donde deben haber estado escondidos los yagunzos, esperando a la patrulla. Una mujer, torcida bajo una mesa, tiene una herida en la frente y se queja
Magnífica novela de Vargas Llosa, de las mejores que últimamente he leído. De las que se devora, aunque el uso del tempo que hace el autor nos anticipe los acontecimientos. No me extraña que para algunos sea una de las mejores novelas de Vargas Llosa. ¡No hay que perdérsela!

El Conselheiro muerto

Mi cachico:

Venían armados de todas las imágenes del Buen Jesús, de la Virgen, del Divino que había en la ciudad, empuñaban todos los garrotes, varas, hoces, horquillas, facas y machetes de Canudos, además de los trabucos, las escopetas, las carabinas, las espingardas y los Mánnlichers conquistados en Uauá, y, a la vez que disparaban balas, trozos de metal, clavos, dardos, piedras, daban alaridos, poseídos de ese coraje temerario que era el aire que respiraban los sertañeros desde que nacían multiplicado ahora en ellos por el amor a Dios y el odio al Príncipe de las Tinieblas que el santo había sabido infundirles. No dieron tiempo a los soldados a salir del estupor de ver de pronto, en ese llano, la masa vociferante de hombres y mujeres que corrían hacia ellos como si no hubieran sido ya derrotados. Cuando el susto los despertó, los sacudió, los puso de pie y cogieron sus armas, era ya tarde. Ya los yagunzos estaban sobre ellos, entre ellos, detrás de ellos, delante de ellos, disparándole, acuchillándolos, apredreándolos, clavándolos, mordiéndolos, arrancándoles los fusiles, las cartucheras, los pelos, los ojos, y, sobre todo, maldiciéndolos con las palabras más extrañas que habían oído jamás. Primero unos, después otros, atinaron a huir, confundidos, enloquecidos, espantados ante esa arremetida súbita, insensata, que no parecía humana. En las sombras que caían detrás de la bola de fuego que acababa de hundirse tras las cumbres, se dispersaban solos o en grupos por esas faldas del Cambaio que tan esforzadamente habían trepado a lo largo de toda la jornada, corriendo en todas direcciones, tropezando, incorporándose, desprendiéndose a jalones de sus uniformes con la esperanza de pasar desapercibidos y rogando que la noche llegara de una vez y fuera oscura. Hubieran podido morir todos, no quedar un oficial o soldado de línea para contar al mundo la historia de esta batalla ya ganada y de pronto perdida; hubieran podido ser perseguidos, rastreados, acosados y ultimados, cada uno de ese medio millar de hombres vencidos que corrían sin rumbo, aventados por el miedo y la confusión, si los vencedores hubieran sabido que la lógica de la guerra es la destrucción total del adversario. Pero la lógica de los elegidos del Buen Jesús no era la de esta tierra. La guerra que ellos libraban era sólo en apariencia, la del mundo exterior, la de uniformados contra andrajosos, la del litoral contra el interior, la del nuevo Brasil contra el Brasil tradicional. Todos los yagunzos eran conscientes de ser sólo fantoches de una guerra profunda, intemporal y eterna, la del bien y del mal, que se venía librando desde el principio del tiempo

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