sábado, 18 de agosto de 2012

EL DESIERTO de Carlos Franz

Edición: 2005
Editorial: Mondadori
Páginas: 417

La historia de El desierto transcurre en un pueblo chileno durante la sanguinaria dictadura de Pinochet. Narrada con buen pulso, la novela acoge momentos de lirismo por un lado, y de tragedia por otro, en el devenir de la protagonista, una jueza que se ve obligada a enfrentarse a un militar, metáfora de la dialéctica entre la Ley y quienes la asaltan y destruyen. Entre el hombre y la mujer se entabla una especie de duelo feroz que genera, más allá de los deseos conscientes de cada uno de los contendientes, una suerte de mutua fascinación que contribuye a contaminar el enfrentamiento. El tema de la violencia histórica sirve, en realidad, para volver a ilustrar una interesante reflexión sobre los perversos vínculos que se establecen entre amos y esclavos, entre dueños y súbditos, entre libertad y dictadura.

Esta novela de Carlos Franz, que se publicó en 2005, ganó el Premio Internacional de Novela. Dos miembros del jurado opinaron de esta obra de la siguiente forma: Carlos Fuentes, "Franz se atreve a mirar el melodrama de unas vidas y elevarlo a la tragedia de una nación" y Tomás Eloy Martínez, "la trama es perfecta, los personajes son imposibles de olvidar".

LEIDO por.... Andrés:

Muy buena novela, que casualmente cayó en mis manos mientras buscaba un libro que leer en la librería de la casa de uno de mis hijos. Tras alguna consulta en internet, seleccioné éste entre todos los candidatos, 3 o 4 que había preseleccionado.

Comienza y acaba de la misma forma: “Lo primero que Laura reconoció, al adentrarse en la vasta llanura desértica que rodeaba al oasis de Pampa Hundida....
 Oasis de San Pedro de Atacama

La novela está construida con dos narraciones, separadas por veinte años, los que la protagonista estuvo exilada en Berlín. La más antigua, narrada mediante una larga carta de respuesta a su hija, comprende el periodo en que Laura ejerció de jueza en Pampa Hundida, pequeña ciudad chilena del desierto de Atacama, hasta que decidió exilarse después del golpe de estado contra Allende, y la otra, la moderna, que abarca solo tres días, nos cuenta el retorno de la protagonista, otra vez de jueza, para hacer las paces con su pasado. De la mano de un narrador omnisciente, que con metalepsis entre paréntesis nos recuerda su existencia, asistimos a los sucesos de estos pocos días. Esta dos narraciones se intercalan, como un metrónomo, en sucesivos capítulos. Solo al final hay otro narrador, Mario, el ex-marido de Laura, que en un capítulo nos cierra la historia, dando sentido, y cerrando de manera elegante, el entramado narrativo.

El leitmotiv de toda la novela es una pregunta que Julia, la hija, le hace a su madre, en una carta que la envía desde Chile, veinte años después de que ésta saliera de Pampa Hundida, y que se repite a lo largo de la novela: “¿Donde estabas tú, mamá, cuando todas esas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?” y que constituye el detonante para que Laura escriba su larga carta a Julia, primero, y vuelva más tarde a Pampa Hundida.

Hay otros elementos que también se repiten, como melodías que mantienen el ritmo, entre otras:
El potro, encerrado en un remolque, “que pateaba y bufaba
los labios gruesos [de Mario] que luchaban por imponerse al mentón varonil
el calzón negro, con manchas que pudieran ser (o no) de rouge
La promesa incumplida “me interpondré
La guadaña y su mensaje “fe, fe, fe
que contribuyen a aumentar la sensación de que asistimos a ciclos que se repiten.
Iglesia de San Pedro de Atacama

Su fácil lectura, reforzada por sus frecuentes bellas imágenes,
  • ternura reblandecida por el desuso
  • allí donde terminan los «porqués» acaba finalmente la infancia
  • se diría que es bello, si un dolor forrado en piel humana pudiera ser bello
  • Nada queda más lejos que aquello que ponemos del otro lado de nuestro miedo
  • era como pisar las cenizas de la luz
  • se había abrazado al tronco mismo del árbol de sus dudas
  • enhebrada en las agujas de su descontento, Laura percibía....
  • esta carta no la escribo sobre papeles, realmente, sino sobre la tela del tímpano sordo de mi memoria
  • El alba lenta y rosada de Berlín, en primavera, me tocó con su viejos dedos en la frente
  • El salar donde el sol calcina los huesos de mi memoria.
  • Para ciertas personas los huecos de los sueños muertos sólo pueden llenarlos un vicio
la dureza de la historia y lo próxima que nos parece, el armazón narrativo que, como ya apunté, se cierra de manera armoniosa en su último capitulo, contribuye a la satisfacción por una elección bien hecha.

El miedo, el terror más bien, individual y colectivo es, también, protagonista de la historia. Y como centro de este, el sometimiento, primero físico y luego psicológico, de Laura al Mayor, que está narrado con fuerza y determinación, lo que lo hace más crudo todavía.


Algunas palabras o expresiones que me han gustado, han sido:
"friolenta
"sonrisita confienzuda
"afuerinos
"jeans rotosos
"hoja de vida (hoja de servicios)
"no se le iba ni un punto del tejido"

Palabras recuperadas: 
soroche (Mal de montaña)
trampantojo

Palabras o expresiones sorprendentes:
ese olor a húmedo que trasuda la ropa de los hombres solos
"Tenía esa autoridad fácil, natural, de las mujeres que han visto a muchos hombres desnudos

Mi cachico:

"Laura salió al patio de las celdas, al pozo de luz solar reverberando en los muros encalados. Lo cruzó, seguida por el teniente, acercándose al origen de esos golpes sordos, macizos, que se propagaban por el edificio. Se asomó a la mirilla del calabozo.

Iván, esposado y con los pies engrillados, se daba de cabezazos contra el muro al fondo de su celda. Retrocedía lo que le permitía la extensión del calabozo y luego se lanzaba con todo su peso de cabeza contra la muralla, bajo el ventanuco enrejado que daba a la calle. Trepados en él, desde el exterior, unos niños ociosos le animaban. La gran cabeza angulosa de Iván, su testuz caballuno, ya había desconchado la capa de pintura y enlucido, y ahora la sangre manchaba el concreto. Y los grilletes que le trababan los tobillos habían alcanzado hasta la carne viva.

-Ábrame.

-Es peligroso -le repitió Acuña.

Sin embargo, le obedeció y maniobró la cerradura. Al abrir la puerta, el oficial todavía trató de interponer su cuerpo para proteger a la jueza, pero Laura lo hizo a un lado y entró.

Iván volteó, la observó enceguecido por la sangre que le resbalaba por los párpados y la resolana del umbral. Durante un instante pareció que iba a cargar a través de ella hacia esa puerta abierta, hacia la libertad. Pero después ladeó la cabeza, la miró con un ojo, luego con el otro, balanceando algo en su cráneo, una bolita de reconocimiento que rodaba entre el hemisferio de su torpeza y el de su instinto, entre la intemperie y el refugio de una dicha perdida. Después, reclinó la espalda contra la pared, se fue dejando caer sentado hasta el suelo, se tapó los ojos con las manos esposadas, pero siguió observándola entre los dedos abiertos, tímido, juguetón, casi coqueto, estirando los labios sobre el hueco oscuro de la boca que los colmillos solitarios escoltaban, los únicos pilares en esa sonrisa desplomada. Laura se sentó en el camastro de madera.

-¿Lo dejará ir? -le preguntó el teniente, desde prudente distancia todavía.

-Se quedará acá, con la puerta abierta y bajo su protección. Lo hago responsable de su seguridad. Si trata de salir quiero que usted, personalmente, lo convenza de no hacerlo.

-Convencerlo... -anotó mentalmente el teniente; otra vez esa palabra que se le escapaba de su diccionario policial.

-Ahora vaya a buscar al doctor Ordoñez, de inmediato -le ordenó Laura a Acuña, sin mirarlo; y antes de que éste saliera a escape a cumplir su orden, agregó-: Y déjeme las llaves de los grilletes.

Laura contemplo el camastro de madera desnuda, el lavatorio de concreto con un grifo que goteaba, el cubo de plástico en el rincón opuesto. Las llaves que tenía en la mano. En su anterior período como jueza había tenido en su poder la libertad de varias personas, pero ésta era la primera vez que sostenía esas llaves mohosas de la cárcel, la consecuencia concreta, final, de algunos de sus fallos. Laura se arrodilló frente a Iván.

-Esto va a doler -le advirtió.

Él apartó la cabeza, hurtando la vista aun más entre las manos esposadas, sonriendo con toda su boca desdentada. Ella manipuló el candado de los grilletes, retiró los hierros que se habían pegado a la carne viva, clavados sobre los huesos prominentes de los tobillos. Observó los largos pies desnudos y polvorientos que la sangre había veteado de ocre, las plntas de bordes córneos, las uñas engarfiadas, amarillentas como cascos de burro. Luego, se quitó el pañuelo que llevaba al cuello, lo mojó bajo e grifo, y limpió con él las desolladuras de los grilletes, le apartó con lenta firmeza las manos de la cara, le aplicó la compresa fría sobre el vértice de la frente, donde la piel machucada colgaba en jirones. Le preguntó:

-¿Sabes quien soy?

Y él, volviendo poco a poco la mirada hacia ella, posando la vista huidiza y coqueta, abandonando las manos esposadas en la suya, meneó la cabeza asintiendo.

-¿Quién? -le insistió Laura.

-Señora linda... -murmuró bajito, alguien, quizá el muchacho que había sido, susurrando a través de la boca desdentada de este  hombronazo de casi dos metros. El niño que la había esperado, sin formular esperanza alguna, en el interior de ese coloso harapiento, durante décadas.

«Senora linda...» Laura bajó la cabeza, apretó la descomunal zarpa callosa. Su mano abierta cabía dos veces en la otra, fácilmente. En el interior de esa mano que, fácilmente, tenía el tamaño de un recién nacido, acunado en su regazo

No hay comentarios:

Publicar un comentario