jueves, 2 de septiembre de 2010

CAMPO DE AMAPOLAS BLANCAS de Gonzalo Hidalgo Bayal

Primera edición: mayo 2008
Tusquet Editores
97 pag.

Esta novela de Gonzalo Hidalgo Bayal se publicó en 1997.

Esta historia empieza con las aventuras de dos niños en el colegio de los padres hervacianos en la ciudad de Murania y concluye con el encuentro fortuito por la calle, muchos años después y también en Murania, con un hombre taciturno y desolado que despierta en el narrador los recuerdos de esos días pasados. Entre un tiempo y otro transcurre la juventud de dos amigos, sus viajes, sus primeros amores, los estudios en Madrid y en Salamanca, París y el Barrio Latino, los libros, el cine, las canciones... O quizá sea mejor decir que transcurren los eslabones del tiempo que escribe la memoria. O ese aire exacto y familiar de olvidos y recuerdos por el que todos algún día sabemos, quizá calladamente, dónde están –si es que alguna vez los hubo– esos campos de amapolas blancas y el desesperado sueño de su blancura.

LEIDO por... Andrés:


Me encuentro, meses después de la publicación de esta entrada, otro libro con la misma imagen. ¿Tan escasa es la imaginación en las editoriales?


Literatura de muchos quilates, al alcance de cualquiera o como envidiar la forma de escribir, por lo fácil que parece.

Había leído este libro hace tiempo y recuerdo que me gustó tanto que me llevó a leer también Paradoja del interventor y, una vez finalizado este, a esperar el próximo, ahora ya publicado y en la lista de espera. Y ha sido el deseo de proponerlo en la tertulia lo que me ha llevado a retomarlo otra vez y releyéndolo, no te queda más remedio que estar de acuerdo con Jorge Luis Borges cuando dice:
Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído".

Enlazando con el último libro de la tertulia, El paraíso en la otra esquina, podemos decir que se trata una vez más de la búsqueda del esquivo paraíso

Libro con un título precioso, que viene de la búsqueda, por los protagonistas, de los campos de amapolas blancas, que no encontraron, claro, porque les habían hecho creer que el mejor estímulo del espíritu se hallaba en sus hojas, “porque éstas contenían la esencia del paraíso”. Sutil y poética forma de hacer una sinopsis del libro: la búsqueda de la felicidad por un amigo de su juventud (magnífico epílogo de Luis Landero).

Me ha retrotraído a los años de mi juventud, de forma casi violenta, diría. La música de los Beatles, el colarse a las películas para mayores de 18 años, “la precariedad de nuestros afectos” (para nosotros, menos poetas, era simplemente no comerte una rosca), “los ensayos del desamor” (los primeros ligues que siempre terminaban en nada), el ir y venir con los amigos, la nueva música que nos arrollaba, los libros con que nos iniciamos en este placer que es la lectura, el autostop, etc. Una gozada, vamos.

Nostálgico, a veces triste. ¿Cuantas de las cosas que relata no forman parte ya de nuestro pasado?

Al empezar el libro pensé, ingenuo de mi, que el nombre de H era un pequeño homenaje a la Lolita de Navokov, cuando el autor, por voz del narrador, nos dice que solo buscaba “un simple soporte alfabético, porque los sonidos deben desvanecerse”. ¡Genial!

Comienza indicando: “No ha de entenderse lo que sigue, sin embargo, como un ejercicio inofensivo de recuperación, sino que ha de considerarse esa dificultad añadida a la empresa que acometo, a saber, la ilustración de cómo toda amistad genera su patología”, lo que me lleva a pensar que la amistad entendida como gen patógeno no es que sea muy optimista.
Me gusta su fino humor:
  • sin otras precauciones que las dos pesetas de la entrada, el deneí y el cambio de programación
  • para evitar que el capital fuera «volé» asumíamos el riesgo de que literalmente volara y se esparciera húmedo por los tejados del corazón del mundo (escondían el dinero en pantalones o camisas que mojaban y tendían)
  • museo de tentativas”, para la exposición de obras de los inicios de un mal pintor, que finalizó cuando “bajamos las bolsas de arte a la basura
  • Parece que alguna vez fueron sorprendidos por los guardias de tráfico,pero hicieron la vista gorda ante el hijo del cuerpo y ante le hijo del hombre” Uno era hijo de un brigada de la Guardia Civil y el otro se hacía llamar Cristo, llamándose Cristóbal.
  • La insoportable petulancia de Cristo y sus apóstoles” Por la pandilla que acompañaba a Cristo

Su arranque “
siempre me ha llamado la atención que las novelas escritas en primera persona desarrollen una lujosa y pormenorizada descripción de los gestos remotos”, hace más creíble la historia.


Qué ladina forma de presentarnos la figura patética del padre de H.: “coincido con un señor mayor, ancho y hundido, cetrino, de ojos errantes, con el rostro marcado por las inclemencias y la adversidad”. Para despedirlo con un “Desde entonces lo he visto a menudo, despojo andante del ayer, sin autoridad civil, ni militar, ni benemérita (era Guardia Civil)

Que bien se lee y como se disfruta de su lectura. Que maravilla de libro para este verano.

Por los recuerdos que me evoca, me permito traer un cachico:
A mi me quedan los eslabones del tiempo en la memoria: la espinela, los tribunos de la plebe, la náusea, ay, infelice, Butch Cassidy and Sundance Kid, das Ewigweibliche, la mansarda de Les Halles, Charlie Parker, Lucy in the sky with diamonds, el sueño de la script, una sonrisa triste y bondadosa y la persistencia plural de la lluvia, la lluvia que se esconde en las palabras y los libros, la lluvia que azota la ciudad y las ventanas, la lluvia que cae sobre el olvido y la ceniza. Por mi parte, he contemplado campos de fresas, de trigo y de algodón, oigo a veces el sonido compacto de Strawberry fields forever, he sabido de campos de batalla, magnéticos y santos, pero , por más que miro a los lados de la carretera cuando viajo en coche por tierras de murgaños, aún no he encontrado campos de amapolas blancas.

Espero que Gonzalo Hidalgo siga buscando campos de amapolas blancas, para disfrute de sus lectores.

Algunos retales que me han gustado:
  • ¿le habrá privado de nietos aquella hija rubia y cándida, dócil, sin luz?”
  • preguntándose una y otra vez por qué y por qué, sin saber que fue alistado por el destino en el ejército inextinguible de la fatalidad.
  • Subíamos por la avenidísima, al atardecer, hacia las afueras, rumbo al norte, y nos encaramábamos a unas rocas abruptas, extramuros, desde donde asistíamos, sobre el paseo de la mocedad, a la liturgia sutil del amor en ciernes. Bebíamos, de noche, antes de cenar, el vino tinto del desconsuelo adolescente
  • leía a rachas, en impulsos de ebriedad mística
  • el acento insumiso de la tristeza
  • De este modo, solos e incomprendidos, nos alimentábamos con los alicientes metafísicos de la rebeldía juvenil que, sin causa ni cauce, brotaba de la nada y se agotaba en el verbo
  • Lo cierto es que H me inspiró aquella tarde irremediable lástima, probablemente porque mantenía el ingenuo entusiasmo de la adolescencia cuando la adolescencia había quedado atrás
  • Tuve que pensar, fatal y dolorosamente, que el atrevimiento que H había buscado con centraminas y alcohol y estimulantes y fragmentos blancos del paraíso de amapolas se había adueñado de él hasta absorberlo, que hasta tal punto se había empeñado en vencer su timidez que ya no controlaba su temeridad
  • Yo tengo un reloj con menos vida, con menos casa y menos acostarme, soy un cronopio desdichado y húmedo

Señalar que el Ulises Macauley que aparece en el texto, es un personaje de La comedia humana, la hermosa novela de William Saroyan (1908-1981), escritor estadounidense.

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