jueves, 21 de octubre de 2010

EL EMBRUJO DE SHANGHAI de Juan Marsé

7ª Edicion, 2007
Editorial: DeBolsillo
Páginas: 246

Esta novela de Juan Marśe fue publicada en 1999, obteniendo ese año el Premio de la Crítica y ahora adaptada al cine por Fernando Trueba, es una estremecedora fábula sobre los sueños y las derrotas de niños y adultos, asfixiados todos por el aire gris de un presente desahuciado. En la Barcelona de la posguerra -ese espacio ya mítico donde transcurren todas las novelas de Marsé-, el capitán Blay, con su cabeza vendada y sus suspicacias sobre los escapes de gas que están a punto de hacer volar toda la ciudad, se pasea por el barrio sacudido aún por los estertores de la guerra perdida y acompañado por los espectros gimientes de sus hijos muertos. El pequeño Daniel le escolta a través de aquellas calles póstumas, en las que conocerá a los hermanos Chacón, quienes custodian la verja de entrada de la casa en la que convalece Susana, una niña enferma de los pulmones, hija de la señora Anita, bella y ajada taquillera de cine, casada con Kim, un revolucionario, huido del país y nimbado por el fulgor mítico de los furtivos. Pronto llegará a la casa un amigo y compañero de viaje de éste, que narrará a los niños la arriesgada aventura que el padre de la niña emprendió en Shanghai, enfrentado a nazis sanguinarios, pistoleros sin piedad y mujeres fatales que le salen al paso en los más sórdidos cabarets de la ciudad prohibida. Dueño más que nunca de una extraordinaria fuerza evocadora y de un estilo deslumbrante, pero engastado en una prosa transparente y a un tiempo hipnótica, Juan Marsé construye aquí lo que es sin duda una de las obras maestras de las narrativas europeas de finales del siglo XX.


LEIDO por.... Andrés:

Antes de salir de viaje de vuelta a casa, tenía que decidir que libro me llevaba para el viaje y elegí este.

Novela llena de personajes entrañables:
  • Daniel, narrador de la historia, protagonista invitado, que dibuja y borra como Penélope para permanecer en la historia y lazarillo del capitan Blay: “Así, con el tiempo y casi sin darme cuenta, el escenario vital de mi infancia se me fue convirtiendo poco a poco en un paisaje moral, y así ha quedado grabado para siempre en mi memoria
  • Susana, que llevaba año y medio en cama enferma de tuberculosis, envuelta en un permanente aroma a eucalipto. Tenía quince años y “una disposición natural a la ensoñación, a convocar lo deseable y lo hermoso y lo conveniente”. Era hija de Kim y Anita.
  • Capitan Blay, surgido de un armario, literalmente, no con el sentido que actualmente se le da a esta acción, que “cuando por fin se decidió a salir a la calle había perdido treinta kilos de peso, una guerra y dos hijos, el respeto de su mujer y, según todas las apariencias, buena parte del poco seso que siempre tuvo” y lo hizo “ camuflado bajo un aparatoso disfraz de «peatón atropellado por un tranvía»”, pero que era tomado como Hombre Invisible, experto en deambular impulsado por “su doble obsesión: la chimenea de la fábrica y la peste del gas”. Su recogida de firmas, escasas firmas, marca su larga peregrinación que durará casi todo el libro.
  • El excéntrico señor Sucre, que “tenía que echarse a la calle en busca de su propio yo extraviado”: “Somos un desecho cósmico, querido amigo. A mí, lo único que ahora me preocupa es recordar con todo detalle lo que hice mañana y olvidar para siempre lo que haré ayer
  • Nandu Forcat, con sus manos milagrosas, cuentista inagotable, lleno de sorpresas y que aparece y desaparece sin motivo aparente: “con su mirada estrábica, aquel ojo siempre fijo en algo que parecía hallarse a nuestra espalda
  • Los hermanos Chacón, pícaros de la mejor literatura clásica, con sus espasmos y espumarajos verdes saliendo por la boca.
  • El fantasmal Kim Franch, éste si invisible, que nunca llega “desde el otro lado de la noche y del miedo
  • Anita, guapa y rubia taquillera del cine Mundial, víctima de rumores sobre sus devaneos amorosos.
  • y muchos otros que habitan en esta magnífica novela.
Cuando parece que estemos ante una historia de aventuras, contada dentro de otra historia, el autor nos sorprende con un desenlace más propio de novela negra.

Palabras reencontradas : grillado, mameluco

Resultó perfecta la elección. Me hizo disfrutar durante todo el viaje, casi olvidarme de mi nieto y lo acabé pasado Lérida.


Cuando llegué a casa comprobé que ya lo había leido en 1997. Ventajas de no tener disco duro, ni sospeché que lo había leído antes y lo disfruté como un neófito.


Mi cachico:

Echó la cabeza atrás y me ordenó pegar la oreja a la altura de su esternón. Lo que hice con toda clase de prevenciones. Contuve la respiración. Entonces ella cogió mi cabeza con ambas manos, la bajó un poco y, moviéndola suavemente en sentido rotativo, con una parsimonia no exenta de energía, la restregó sobre su pecho izquierdo.

—¿Lo oyes? —me preguntó, y yo no pude evitar un resoplido—. ¿Qué te pasa, atontado, vas a estornudar...?

—Pues no sé, me parece oír algo ahí dentro, pero no sé...

—¿Sí o no? Pon la cabeza bien, así... Dicen que es como un zumbido en una caverna. ¿Lo oyes...?

—¿Como un zumbido?

Ahora podía oír su corazón. Y el mío. Insistí:

—¿Has dicho como un zumbido...?

—Sí, eso he dicho, ¿estás sordo, niño?

—Bueno, pues lo que oigo ahora... no es como un zumbido. A ver, espera un momento...

—Pues yo te digo que es como un zumbido. Para bien la oreja, bobo. ¿Lo tienes o no? —Movió suavemente mi atolondrada cabeza con sus manos, centrando la mejilla sobre el pecho que ardía como el hielo—. ¿Qué te pasa, tienes tapones en los oídos o estás como una tapia?

Una oleada de calor me subió a la cara y un desasosiego creciente se apoderó de mí, como si a través del pecho erguido de Susana el carcomido pulmón me transmitiera su fiebre maligna y su encono. Sentí en la mejilla la suave firmeza del pecho y el rebrinco del pezón, y cerré los ojos; pero ella no parecía estar en eso, no esquivó el contacto ni apartó mi cabeza, y su voz era fría y desdeñosa:

—¿Oyes algo o no, niño? Venga, espabila. ¿Y por aquí...? —Sus manos volvieron a desplazar mi cabeza, y el pezón cada vez más duro y firme seguía rebrincando bajo la fina tela del camisón—. ¿Lo oyes ahora? ¿Y aquí...?

—Algo, pero... con claridad, no. Todavía no. Solté otro resoplido y ella dijo:

—¿Qué haces, te estás durmiendo o qué? —Cogió mi mano y la llevó a su frente—. ¿Notas la fiebre? Siempre esta mierda de decimitas... Bueno, qué, ¿no oyes nada?

—Sí, ahora creo que sí. Espera...

—¡Anda ya, listo, vete a hacer gárgaras!

Bruscamente apartó mi cabeza y al verme colorado, supongo, al detectar en mis ojos la excitación, se echó a reír, recuperó su gato de felpa, me dio la espalda y encendió la radio de la mesilla de noche.

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