lunes, 4 de octubre de 2010

EL ENTENADO de Juan José Saer

1ª Edicion, 1988
Editorial: Destino
Páginas: 201

Esta novela de Juan José Saer se publicó en 1983.

El entenado narra la desventurada expedición española que a comienzos del siglo XVI es diezmada por una horda de antropófagos en los playones del Río de la Plata. El grumete de la tripulación, único sobreviviente, incursionará en el ámbito arcaico de los colastiné y se convertirá en memoria vital de aquellos rituales violentos ejecutados para darle continuidad a su mundo de imprecisiones. La larga convivencia entre la tribu se interrumpe cuando el entenado es arrastrado río abajo, hacia una flota de galeones anclada en la desembocadura. El mozalbete de 10 años atrás ha dado paso a un hombre alienado, reafirmado en la sensación de ser el extranjero de siempre, oculto al entendimiento de los otros. Saer, una de las voces más auténticas de la literatura argentina, sostenía que "el lenguaje nunca alcanzaría para cubrir todo lo que el tiempo y el pensamiento reclaman". El Entenado, más allá de ser una novela histórica o crónica de las primeras travesías de ultramar que propiciaron el establecimiento del régimen colonial en el Nuevo Mundo, es una historia sobre la soledad, el exilio interior, la precariedad del lenguaje para nominar el conflicto insoluble entre sociedad e individuo. "Cuando nos olvidamos, es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo", afirmará el entenado porque sabe que detrás de la escritura, con la que revalida su patente marginalidad, sólo hay silencio recorriendo las fístulas del tiempo. Estas líneas resumen el argumento de El entenado, la última obra del argentino -aunque residente en París- Juan José Saer, considerado unánimemente por la crítica como uno de los mejores escritores en lengua castellana de la actualidad.

LEIDO por.... Andrés:

Título: “Entenado [hijastro] y todo, yo nacía sin saberlo y como el niño que sale, ensangrentado y ató­nito, de esa noche oscura que es el vientre de su madre, no podía hacer otra cosa que echarme a llorar

Un marinero sin vocación, “
La orfandad me empujó a los puertos”, tras un duro aprendizaje de grumete: “Es de hacer notar también que la delicadeza no era la cualidad principal de esos marinos. Más de una vez, su única declaración de amor consistía en po­nerme un cuchillo en la garganta. Había que elegir, sin otra posibilidad, entre el honor y la vida”, “pasé, por lo tanto, de mano en mano”, se lanza a un mar de descubridores, para ser capturado en su primer viaje por los indígenas del Rio de la Plata: “el resto me rodeó y, apretándose a mi alrededor y señalándome con el dedo, tocándome con suavidad y entusiasmo, en medio de risotadas satisfechas y admi­rativas, se puso a proferir, sin parar, una y otra vez, los mismos sonidos rápidos y chillones: ¡Def-ghi! ¡Def-ghi! ¡Def-ghi!” (La primera vez que escuchaba esos sonidos, que le acompañarían durante toda su vida).


Este es el arranque de la aventura vital del enteneado, que como un moderno antropólogo se mantiene lo más ajeno posible, forzado en este caso, para no interferir, y levanta acta de los usos y costumbres de los indígenas, especialmente sus periódicas orgías antropofágicas e incestuosas, y que vivió diez años entre los indios colastinés, antes de volver otra vez a su civilización.

Fácil de leer, te hace vivir la intensa y solitaria vida del entenado:

  • Toda vida es un pozo de soledad que va ahondán­dose con los años
  • De esa manera, sueño, recuerdo y expe­riencia rugosa se deslindan y se entrelazan para formar, como un tejido impreciso, lo que llamo sin mucha eu­foria mi vida
Soberbia la presentación del mundo espiritual de los indios colastinés: “ellos se habían arrancado, meritorios, del amasijo original y que, aprendiendo a distinguir entre lo interno y lo exterior, entre lo que se había erigido en el aire luminoso y lo que había queda­do chapaleando en la oscuridad, el mundo vasto y bo­rroso supiese que en ellos se apoyaba, arduo, lo real, y que ellos eran los hombres verdaderos

Así es como después de sesenta años esos indios ocupan, invencibles, mi memoria. No puedo verlos se­parados del cielo inmenso, azul y luminoso, que a la noche se llenaba de estrellas.” Ya no sesenta años, que son muchos para mi, pero si algunos ocuparan también mi memoria.

Mi cachico:

Algo tibio me despertó: como me había dejado caer boca arriba, la cabeza hacia el exterior cerca del hue­co de la entrada y las piernas hacia el fondo del recinto, el sol mañanero me daba de lleno en la cara. Me quedé un buen rato echado en el suelo, reconstruyen­do de a poco la realidad, para ver si de verdad estaba despierto, y por fin me incorporé. Las fogatas que ha­bía visto la noche antes estaban apagadas, el sol alto. Había luz de verano, canto de pájaros, rocío. En el pas­to húmedo, la luz se descomponía en gotas de colores diferentes que, cuando movía la cabeza, destellaban, di­minutas e intensas. Los ruidos sueltos que llegaban del caserío repercutían hacia el cielo, de un azul intenso y parejo, y demoraban en extinguirse. Más allá de los ár­boles se divisaba gente atareada: antes de empezar a ca­minar en esa dirección, me quedé un momento inmó­vil, cerca del montón de ceniza que había sido la hoguera de la víspera, y me puse a mirar a mi alrede­dor: el caserío, disperso y endeble, parecía extenderse bastante tierra adentro, porque desde donde estaba pa­rado podían verse fragmentos de paredes de adobe y de techumbres de paja que se perdían entre los árboles sin orden aparente. Aparte de los que venían de la playa, ningún otro ruido interrumpía el silencio tranquilo de la mañana. La luz del sol se colaba por entre el ramaje espeso de los árboles y estampaba, aquí y allá, entre las hojas, en la pared de una vivienda, en el suelo, manchas inmóviles y luminosas. Cuando me puse a caminar en dirección, a la playa, un hombre completamente desnu­do que atravesaba el grupo de árboles en dirección con­traria y que traía las manos y los antebrazos ensangren­tados hasta más arriba de los codos, se detuvo un momento al verme y comenzó a dirigirme la palabra en su lengua incompresible, con la misma naturalidad de los marineros con lo que me cruzaba a la mañana encubierta, para intercambiar dos o tres frases convencionales. Cuando vio que yo entendía poco y nada de lo que me estaba diciendo, el hombre me dirigió una sonrisa confundida y cortés y se dirigió al caserío. Yo seguí caminando entre los árboles, seguro ya de que es­taba entre gente hospitalaria y abandonándome un poco a la perfección plácida de la mañana. Pero cuando dejé atrás los árboles, desembocando en el espacio abierto detrás del cual destellaba el agua, pude ver, de golpe, y en forma inesperada, cuál era la causa de los ruidos que había estado oyendo desde el momento en que abrí los ojos.

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